La secretaria, avergonzada y asustada por el reproche, no entiende bien. Parpadea un par de veces buscando respuestas. Tres segundos antes se había quitado la mascarilla del rostro con sus manos enguantadas para dar unas indicaciones por teléfono y ahora tiene delante de sí a un médico pronosticando que no pasarán dos semanas sin que se contagie de COVID-19.
“Uno: Lo primero es que no necesitas los guantes, con ellos no te lavas las manos”, le dice el doctor. “Dos: Te pusiste las manos en la cara”, le insiste mientras le acerca un brochure y le pide leerlo en voz alta. Vuelve la contabilidad: Uno, lavarse las manos constantemente. Dos, usar gel hecho a base de alcohol…
El reproche, inteligente por demás, también sirve para los periodistas convertidos en visitantes que disimuladamente tratan de esconder sus manos en la espalda para que no se note que cometieron el mismo delito que la joven mujer.
A menos de diez metros han traído a un señor mayor en silla de ruedas y se hacen los arreglos para su ingreso. El doctor que antes regañaba a la secretaria busca apurado un contacto en su teléfono mientras pregunta sobre los nuevos referimientos. Está a la espera de un nuevo paciente positivo al COVID-19 que llega desde el hospital San Vicente de Paul, pendiente de los papeleos de rigor.
A cada paso saluda y pregunta a los pacientes si los atienden o si están cómodos. A sus compañeros doctores les cuestiona por los internos, si hay disponibilidad de camas para nuevos y, de manera particular, se detiene con una pediatra-neumóloga para saber si su niña está bien. “Está grande doctor”, le responde justo antes de recaer en que la pregunta fue sobre una paciente, no por su hija. Todos reímos.
El doctor es Ramón Mena, director del Centro Médico Siglo XXI, que estos días anda en un patín de lado a lado en la clínica, poniéndole puntos a ideas sueltas.
Y nosotros estamos dentro de una sala de emergencias que atiende pacientes positivos al COVID-19, en la provincia que registró el primer caso de transmisión comunitaria del país y la que más preocupó por sus altos niveles de contagio y, sobre todo, de muertes.
Hasta el informe dado el domingo por Salud Pública, el municipio San Francisco de Macorís, cabecera de la provincia Duarte, acumulaba el mayor porcentaje de muertes del país: un 24.5%. Detrás, y muy lejos, queda Santiago con 12.6%.
La provincia Duarte acumula 587 casos positivos, con 25 nuevos en el más reciente informe, 76 muertes y la tasa de incidencia por cien mil habitantes más alta de todo el país: 196.38. Para entender la gravedad de estos datos sirve explicar que el Distrito Nacional, con una población tres veces superior, solo tiene una tasa de incidencia de 148 por cada cien mil habitantes.
En una pequeña sala revisan la analítica de un señor tumbado en camilla. Lo hacen dos mujeres con vestimentas que evocan más a astronautas que a científicos. Este es el primer lugar que visitan los pacientes con síntomas del nuevo coronavirus. Los que se quedan van directo a una batalla de varias semanas, cargada en las mismas proporciones de miedo que de esperanzas.
Desde el día 10 y hasta el final de marzo, cuando comenzó la gran afluencia de pacientes, que por cierto llegaban con estado avanzado de la enfermedad, el centro llegó a registrar a nueve pacientes con ventiladores, a tres en cuidados intensivos y cero en habitaciones regulares. Ahora, cuando han “conseguido estabilizar los números”, los datos de ingresos que requieren ventilación era cero a final de la semana pasada, con trece en cuidados intermedios, tres en intensivo e igual número en sala normal.
“Esos pacientes que llega ban antes la mayoría ya estaban críticos, iban directo a cuidados intensivos por lo avanzado de la enfermedad y terminaban con respiradores”, cuenta el doctor cuando consigue sentarse por unos minutos. “Yo recuerdo tres pacientes que se nos murieron llegando a la sala de emergencias. No hubo tiempo para hacer nada”, lamenta.
Puede que lo más importante de los últimos días sea una cierta conciencia que se va viendo en la gente, que derribó el miedo a hacerse las pruebas del COVID-19 y a asistir a los centros de salud al sentir los primeros síntomas.
“La gente se ha dado cuenta que vivimos en una pandemia, si la persona lo asimila no tiene miedo a hacerse la prueba… al principio había temor”, dice el médico antes de reincorporarse y seguir su trajinar por los cinco pisos de la clínica, donde fluye introductor a los periodistas de este diario.
En los niveles superiores del centro médico se encuentran las áreas de cuidados intermedios, intensivos y las salas comunes de los pacientes con coronavirus, a quienes por el progreso en la lucha contra la enfermedad se les permite tener un familiar acompañándoles, cumpliendo con ciertas medidas de protección.
La llegada a intensivos muestra una sala de descanso con un baño a la izquierda. Aquí es por donde entran los médicos que se ponen en la primera línea de fuego contra el COVID. Llegan, se bañan y se hidratan lo suficiente para soportar entre 7 y ocho horas dentro de los trajes de protección.
El proceso de vestirse no es fácil precisamente por lo contagioso que es este nuevo coronavirus. Se debe trabajar en grupos de dos donde un médico hace el trabajo de supervisión del otro, para que no falle el protocolo de vestimenta. Fuente:listindiario